El Evangelio de Lucas, en su relato de la crucifixión de Jesús (Lucas 23, 35-43), nos invita a descubrir, a través del diálogo entre Jesús y los dos malhechores crucificados junto a Él, una perspectiva única sobre el misterio de la salvación.
En este escenario dramático, se nos muestra a un Salvador que, en el momento de su mayor humillación, en el lugar de la vergüenza pública y en el sufrimiento extremo de la cruz, revela el verdadero rostro de Dios. Un Dios que no se impone por la fuerza, sino que se entrega por amor. La cruz no es solo el fin de su vida, sino el acto culminante de su amor, donde el amor de Dios se ofrece sin reservas ni condiciones.
En las palabras de uno de los malhechores, rescatadas en este pasaje del Evangelio, se revela la verdadera naturaleza del reinado de Jesús: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.” Con estas palabras, Jesús es reconocido no solo como un hombre crucificado, sino como el Rey que tiene poder sobre todo, incluso sobre la muerte. Y desde su soberanía divina, Jesús responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Este no es el rey esperado por los judíos, ni el rey que se imaginaban. No es un rey político que viene a liberar a Israel de la opresión romana. Jesús es el Rey cuyo poder se manifiesta en el perdón que transforma, en la misericordia que redime, en la gracia que engendra hijos de Dios. Su reinado se sostiene en el cumplimiento de la promesa de la vida eterna.
El reino de Cristo no es un reino de poder y conquista, sino un reino de gracia, que se construye a través de la entrega personal, la aceptación del sufrimiento y la apertura a la salvación. Mientras los adversarios de Jesús se burlan de Él, acusándolo de no poder salvarse a sí mismo, el malhechor reconoce en Jesús un poder que va más allá de lo visible. Jesús nos muestra que su reino no es de este mundo.
Este gesto de Jesús nos invita a reflexionar profundamente sobre la naturaleza misma de la salvación. ¿Qué significa que nuestro Rey y Salvador esté crucificado? La cruz, que desde la mirada humana parece la imagen de la derrota, es, en realidad, el lugar donde se desata la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Jesús, el Rey crucificado, no utiliza las armas del poder humano: no recurre a la fuerza ni a la ciencia para imponer su reinado. Él se vale únicamente de la fuerza de su divinidad, que sostiene su humanidad en una entrega total y en una misericordia sin límites.
La salvación es una cooperación entre la gracia de Dios y la libertad humana. No se trata solo de un acontecimiento futuro, sino de un proceso que ocurre en la historia, en el contexto de la Iglesia y en el seguimiento de Cristo.
La visión católica de la salvación reconoce la necesidad de la gracia divina, la intervención directa de Dios en nuestras vidas, pero también subraya que el ser humano sigue siendo libre para cooperar con esa gracia. Desde esta perspectiva, la historia tiene un propósito redentor: Dios actúa en el mundo, invitando al ser humano a responder libremente a su llamado. Él reina en la historia de los hombres y reina en nuestra historia personal.
Cada vez que el hombre se abre a la salvación y coopera con la gracia, Cristo derrota de nuevo el pecado y el poder de la muerte con la fuerza de su amor. Así, Él reina en nuestras vidas y en nuestra sociedad.
Este contraste entre la cruz y el poder mundano es esencial para comprender la naturaleza del Reino de Dios. Mientras que el poder mundano se basa en la fuerza y el control, el poder de Cristo se basa en el amor sacrificial y la entrega total. Su reino no es de este mundo, y su triunfo no se mide en victorias militares ni en conquistas territoriales, sino en la salvación que ofrece a toda la humanidad.
El relato de Lucas, sin embargo, no solo nos invita a contemplar el sufrimiento de Jesús, sino también la esperanza que Él ofrece. “Hoy estarás conmigo en el paraíso” no es solo una promesa a un malhechor, es una promesa a toda la humanidad. La salvación es posible, incluso en las circunstancias más desesperadas, incluso en los momentos más oscuros de sufrimiento.
El “paraíso” que Jesús promete no es solo una esperanza para el futuro, sino una realidad que comienza aquí y ahora, en la vida de aquellos que lo siguen, que cooperan con su gracia y que, en medio de las dificultades, buscan su Reino.
Que este mensaje nos impulse a vivir nuestra fe con esperanza y valentía. Que, como el buen ladrón, podamos encontrar la salvación en Jesús, el Salvador crucificado, el Rey que dio su vida por todos nosotros. Amén.