miércoles, 25 de abril de 2018

La vivencia del Capellán de Hospital en la Nueva Evangelización


(Publicado en el Boletín de la Pastoral de la Salud del OCA. Año 2011)


Hace unos meses atrás, fue hospitalizado un médico de notable trayectoria. Al visitarlo en su habitación me confió su impresión ante la experiencia que le tocaba vivir en ese momento, me dijo: “Padre, nunca pensé que llegaría este día”.
Guardando silencio y tratando de interpretar sus palabras, sólo atiné a repetir y meditar en voz alta aquellas palabras de Jesús a Nicodemo: “ese necesario nacer de nuevo”. 
Sin duda el paso por el hospital marca un antes y un después cargado de preguntas, y muchas veces no con todas las respuestas. Allí desaparece lo temporal y secundario para dar paso a la dimensión más profunda de la existencia, el lugar más propiamente humano donde se ejecutan los actos libres que delinean nuestro destino, el sagrario donde arrodillo mi vida ante Dios o donde la arrojo al fondo del abismo, el jardín de la esperanza o el desierto de la desesperación.
¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿La enfermedad es un castigo? ¿El dolor sirve para algo? Son estas y otras preguntas ineludibles. Surgen en el enfermo, en la familia que lo acompaña, y en los agentes sanitarios que los asisten. Nadie escapa a la implacable escuela de vida que es la enfermedad y en especial aquella que exige la hospitalización.
”Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido. Esta no sólo acompaña al sufrimiento humano, sino que parece determinar incluso el contenido humano, eso por lo que el sufrimiento es propiamente sufrimiento humano. 
Obviamente, el dolor, sobre todo el físico, está ampliamente difundido en el mundo de los animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué; y sufre de manera humanamente aún más profunda si no encuentra una respuesta satisfactoria. Esta es una pregunta difícil, como lo es otra muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta medida, una pregunta también sobre el sufrimiento. 
Ambas preguntas son difíciles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo. 
Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios. En efecto, si la existencia del mundo abre casi la mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto más en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa y de tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta circunstancia -tal vez más aún que cualquier otra- indica cuán importante es la pregunta sobre el sentido del sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la pregunta misma como las posibles respuestas a dar. “ (JUAN PABLO II, Carta Apost., Salvici Doloris, 11 febrero 1984, n.9)
En este contexto el Capellán Castrense aparece como una figura clave para evangelizar la vida con las palabras de Jesús que sanan, curan y llenan el alma de consuelo. La Vida eterna que permite al hombre “nacer de nuevo”. Recreando con eficacia todas las cosas, incluso la salud que puede verse afectada ya en el alma, ya en el cuerpo.

El Capellán como testimonio de esperanza sobrenatural
Actualmente, el hospital es uno de los espacios científicos más complejos y requiere, incluso pastoralmente, personas competentes que no se inspiren solamente en la creatividad y en la buena voluntad. Las actuales exigencias implican una serie de condiciones personales y científicas que permitan promover la acción pastoral desde las múltiples dimensiones que operan en simultaneo en la vida de cada paciente como son: lo humano, lo ético y lo teológico, en vistas a una acción efectiva en bien del enfermo y de quienes por él se preocupan.
Especialmente en una unidad hospitalaria militar el trato cotidiano con Soldados, Suboficiales, Oficiales y sus familiares la exigencia es mayor, ya que en aquellos que están preparados para el uso de las armas es necesario dar testimonio de esperanza y generar con ellos una comunidad de fe y de caridad que los acoja en el desarraigo y la lejanía que implican la distancia física con sus lugares de residencia y una sociedad que los ha desalojado del afecto ciudadano.
Sobran ejemplos que ilustran la tarea, pero me viene a la memoria un caso especial. Un joven que durante una maniobra militar sufre un accidente. El tanque en el cual cumplía su tarea vuelca afectándolo gravemente. No sólo porque llega siendo un despojo humano sino que además vio morir a sus compañeros muy queridos con los cuales compartía esa tarea. Se suceden diversas cirugías como posibilidad terapéutica. Y allí se encontraba, solo, sin sus afectos. Sin embargo, luego de varios meses llegó a decir: “no estoy solo, Jesús está conmigo y mis compañeros que ya están con Jesús también me acompañan”. Esto sucedió después de largas conversaciones en las diversas visitas donde lo único que nos unió fue la persona de Jesús y la respuesta de la palabra de Dios: “Yo estaré con ustedes hasta el final”.

La presencia del Capellán
En los múltiples encuentros que el Capellán Castrense vive cotidianamente en el hospital con cada uno de los enfermos y sus familiares puede percibirse un abanico de modos de presencia, cada uno de los cuales tiene un espacio o un tiempo marcado por el Señor que se hace presente en el enfermo. 
También para el enfermo la visita del Capellán recuerda una realidad más profunda que la humana. Es una presencia ligada a Dios, a los valores del Evangelio y a la Iglesia de Cristo. La dimensión espiritual es la clave que como llave maestra le permite al enfermo y a sus familiares apoderarse de Dios en la presencia del ministro sagrado.
El Capellán no está allí por puro altruismo o espíritu filantrópico sino para anunciar a Alguien que está siempre con nosotros y que por amor entregó su vida para la salvación de los hombres. El Sacerdote no se considera la salvación del enfermo, sino un instrumento en las manos de Aquel que salva; no cumple un papel dentro de una obra teatral sino que siendo una humilde imagen y semejanza del autor del la vida entrega como instrumento el amor de Aquel que es capaz de darnos la Vida eterna.
En una ocasión, un anciano Oficial ya moribundo me dijo después de varias visitas: “usted es la persona indicada, venga mi Capellán que el Señor me espera y hace cuarenta años que no me confieso”. La presencia del Capellán puede desencadenar reacciones diversas y muchas veces es sólo la oración del Capellán la que puede revertir los momentos críticos asociados a las historias personales.

La experiencia del Cireneo
Inevitablemente la presencia del Sacerdote en el hospital se convierte en signo del ser en camino. El contacto con el enfermo lo une en el destino común de encaminamiento del ser creatural hacia la plenitud, se revela el misterio de pequeñez y de grandeza en el cual el cuerpo se apaga y el alma con toda su vitalidad puede seguir aspirando a unirse a Cristo en la cruz para ser sepultado y resucitar con él. El auxilio sobrenatural del consuelo y de la promesa hecha por el Señor puede convertirse en una justa aspiración de concretar la felicidad de la vida eterna.
El primer paso se da en la escucha. El que sufre quiere y tiene que comunicar su dolor. Necesita del Cireneo que lo asista para llevar su cruz. Y ese es el Capellán. El signo de Dios e instrumento de la vitalidad del cuerpo de Cristo que se hace presente como pueblo y comunidad de hermanos que transitan juntos en el tiempo de la historia con un destino común de eternidad.
Hay una presencia que cansa y otra que suscita el deseo de nuevos encuentros. Ambas pueden estar presentes en las diferentes visitas. Pero son solo circunstancias. El evangelio del consuelo es el que hace su obra y se transmite a través de la fidelidad del encuentro que hace presente sobre todo en aquellas circunstancias en las que la enfermedad se prolonga en el tiempo, la misma presencia del Señor que tiene su momento culminante en la recepción de los Sacramentos.
El verdadero consolador no es aquel que privilegia su presencia humana sino el que lleva la experiencia de la Pascua y se vuelve así un símbolo de esperanza. Gracias a esta experiencia puede madurar una perspectiva diferente del mundo y de la vida: cosas que anteriormente parecían importantes ahora aparecen como secundarias e irrelevantes; otras que eran tomadas como desechables, ahora son apreciadas. 
En muchas ocasiones, el enfermo enfrenta con realismo su condición mientras sus seres queridos experimentan una negación y provocan un clima hostil, lo cual resulta algo sumamente inconveniente ya que la familia reviste un papel vital en la experiencia de quien sufre. Allí también el papel del Capellán “Cireneo” cobra un papel fundamental y se inserta en este momento de crisis para trata de contribuir a transformar la crisis propia de la enfermedad en una oportunidad de crecimiento humano y espiritual.

El Capellán catequista en el ámbito hospitalario
Recuerdo el caso de un Gendarme en situación de retiro que llega desde Formosa con una enfermedad terminal. Ya en la primera visita fue posible observar su fervor mariano a la hora de compartir un momento de oración. Transcurrido los primeros pasos en los cuales se acentuó el diálogo y la confianza, surge a la luz una antigua preocupación. No había llegado hasta el momento la oportunidad de regularizar su matrimonio y de completar la iniciación cristiana con la Confirmación.
La propuesta fue hacer un itinerario catequístico que pudiera engendrar una respuesta clara y consciente a la gracia sacramental.
Tanto el enfermo como su esposa y uno de sus hijos que estaban presentes fueron invitados a participar de aquellos encuentros para profundizar en la fe, encender la esperanza y testimoniar la caridad.
El personal que lo asistía seguía con atención el testimonio del enfermo que no dudó en dar a conocer con alegría el camino catequístico que había diseñado para aprovechar esta posibilidad que se le ofrecía de “solucionar” lo que había postergado en su vida de fe.
Y llegado el día de la celebración, la habitación se convirtió en el templo de la alegría espiritual. Todos estaban presentes. Los médicos, los enfermeros y la familia. Allí se celebró la Misa y los demás sacramentos, y allí el enfermo y su familia encontraron la paz que les permitió afrontar el doloroso camino y la despedida que no se hizo esperar.
En esta y otras ocasiones, los Sacramentos se convierten en la oportunidad para la catequesis además de cumplir la función de medicina para el alma al restablecer el orden de la gracia y prodigar el consuelo que viene de lo alto. 
También se da un aporte catequético que el Sacerdote ofrece al personal y a la comunidad hospitalaria ya sea en la predicación dentro de los actos litúrgicos como en la reflexión personal de la Palabra de Dios que surgen circunstancialmente, o en los cursos sistemáticos de catequesis o de formación bíblica que suelen proponerse en el transcurso del año. Incluso en la participación del Comité de Bioética, la presencia del Capellán sirve para poner en evidencia los valores propios de la dignidad de la persona en los complejos desafíos planteados por la bioética y que tienen su luz más alta en el derecho de todo hombre de ejercer en libertad su relación con Dios y las implicancias que de ello se derivan para su vida y el manejo de su enfermedad.

Algunas conclusiones
La presencia del Capellán en el hospital cada día se ve más justificada a la hora de rescatar el momento de la hospitalización como un tiempo de gracia en el cual el enfermo y sus familiares necesitan ser acompañados para asumir humana y espiritualmente la enfermedad como una realidad humana que puede ser vivida desde todas sus dimensiones, especialmente del religioso.
El tiempo de hospitalización tiene su sentido propio y encuentra en la asistencia espiritual una visión plena, sólo si se hace presente la figura de nuestro Salvador Jesucristo en la presencia del ministro sagrado que es capaz de acercar la fuente de la Vida y el camino de la Esperanza.
El desafío es comunicar de manera comprensible el Evangelio en el mundo de la salud, lo cual requiere de parte de los Capellanes y su equipo pastoral el empeño y la idoneidad que suma ciencia, condiciones humanas y gracia.
De allí la necesidad de la formación permanente para asumir adecuadamente los nuevos desafíos en los nuevos contextos, tanto sociales, culturales, científicos como religiosos.
Deseo concluir con un texto de Juan Pablo II que resume en una meditación toda la experiencia que puede recoger el Capellán:
” Puede ser que la medicina, en cuanto ciencia y a la vez arte de curar descubra en el vasto terreno del sufrimiento del hombre el sector más conocido, el identificado con mayor precisión y relativamente más compensado por los métodos del 'reaccionar' (es decir, de la terapéutica). Sin embargo, éste es sólo un sector. El terreno del sufrimiento humano es mucho más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El hombre sufre de modos diversos, no siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica el elemento corporal y espiritual como el inmediato o directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras 'sufrimiento' y 'dolor', el sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera 'duele el cuerpo', mientras que el sufrimiento moral es 'dolor del alma'. Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión 'psíquica' del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico. La extensión y la multiformidad del sufrimiento moral no son ciertamente menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.” (JUAN PABLO II, Carta Apost., Salvici Doloris, 11 febrero 1984, n.5)