Autor: Pbro. Oscar Angel Naef
Una pregunta de Jesucristo a sus discípulos se extiende en
el curso de la historia a los cristianos de todos los tiempos. Y ustedes,
¿quién dicen que soy yo? (Mt 16, 15). La respuesta que demos hoy determinará el
modo de acercarnos a la Persona de Cristo y la manera de entender la existencia
de nuestro sacerdocio.
Como clave hermenéutica utilizaremos la introducción que el
entonces Cardenal Ratzinger hacía al Vía Crucis que escribió para la
celebración papal del 2005.
Decía:
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24).
El Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el
proceso del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a producir
fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y resurrección, en la perspectiva
de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio. Puesto
que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto de amor, su
cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la resurrección.
Por eso Él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la
auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza creadora de la
vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero maná, en el pan
que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. (… )
El Dios que comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha
hecho hombre para llevar nuestra cruz, quiere transformar nuestro corazón de
piedra y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los demás; quiere
darnos un «corazón de carne» que no sea insensible ante la desgracia ajena,
sino que sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre. Esto nos hace
pensar de nuevo en la imagen de Jesús acerca del grano, que él mismo trasforma
en la fórmula básica de la existencia cristiana: «El que se ama a sí mismo se
pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida
eterna» (Jn 12, 25; cf. Mt 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33: «El que pretenda
guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará»). Así se
explica también el significado de la frase que, en los Evangelios sinópticos,
precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El que quiera venir conmigo,
que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24).(…)
Volvemos así al grano de trigo, a la santísima Eucaristía,
en la cual se hace continuamente presente entre nosotros el fruto de la muerte
y resurrección de Jesús. En ella Jesús camina con nosotros, en cada momento de
nuestra vida de hoy, como aquella vez con los discípulos de Emaús.
¿Quién dicen que soy yo? … El grano de trigo.
La luz de la fe no cambia ni niega el realismo de los
hechos. Las cosas y los acontecimientos siguen teniendo su nombre. La traición
de Judas fue un gran pecado, el juicio a Jesús y su condena fue la máxima
injusticia de la historia, la muerte en la cruz del Hijo de Dios fue el mayor
crimen cometido por los hombres. Pero la luz divina que nos es regalada, sin
cambiar ni negar el nombre humano de las cosas, obra una verdadera
transfiguración de la realidad contemplada. Gracias a la fe descubrimos el
reverso de la trama, el otro lado previsto y preparado por Dios, inseparable de
éste que contemplan nuestros ojos. Y así, un acontecimiento trágico y
humanamente horrendo, se convirtió para nosotros en un Misterio de vida
sobreabundante.
Un detalle que vale remarcar en este momento: Cuando Dios se
revela hay que prestarle la obediencia de la fe, «que consiste en confiar
plenamente en Dios y recibir su Verdad, en cuanto garantizada por Él, que es la
Verdad misma». El hombre, para creer, necesita la gracia de Dios y el auxilio
interior del Espíritu Santo, «que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los
ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Para
que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la Revelación, el
Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones».
La Revelación de Dios, no es reducible a la experiencia
religiosa subjetiva; de igual forma, la Revelación definitiva en Cristo se ha
realizado «con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí». Consiguientemente,
no se puede admitir que el lenguaje sobre Dios sea algo meramente «simbólico,
estructuralmente poético, imaginativo y figurativo, que expresaría y produciría
una experiencia determinada de Dios», pero no nos comunicaría quién es Dios. Es
necesario mantener que la fe se expresa mediante afirmaciones que emplean un
lenguaje verdadero, no meramente aproximativo, por más que sea analógico.
Hecha esta salvedad recordemos las palabras de San Pablo:
“El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que
se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios (…) Porque la locura de Dios es más
sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que
la fortaleza de los hombres” (1Cor 1,18.25).
Les propongo que la cruz interpretada como el grano de trigo
ocupe el centro de nuestras miradas en esta reflexión. Como punto de partida
tengamos en cuenta la predicación de San Pablo sobre el tema: “Yo sólo me
gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está
crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6,14). Ella es el
signo de la fecundidad sobrenatural que nos identifica con Cristo y nos reúne
como pueblo Cristiano. De alguna manera es el resumen de nuestra fe y la fuente
de nuestra esperanza. Nosotros creemos que en la pasión y muerte de Jesucristo
está el principio de su victoria y de nuestra victoria, ya que son dos momentos
decisivos de su vida e inseparables de su triunfo pascual.
En la cruz se nos revela el misterio de la Trinidad. Se
manifiesta, en efecto, la insondable profundidad del amor de Dios y el misterio
de la paternidad eterna sobre Jesús. “Así Dios nos manifestó su amor: envió a
su Hijo único al mundo, para que tuviéramos vida por medio de él” (1Jn 4,9). Y
este Hijo eterno hecho hombre, este “Hijo de su amor” (Col 1,13), correspondió
con todo su amor al amor del Padre, volviéndose “obediente hasta la muerte”
(Flp 2,8). No estaba solo en esta entrega de su vida. El Espíritu Santo era la
fuerza secreta que lo asistía y sostenía en el mayor acto de amor surgido de un
corazón de hombre. Como dice la Carta a los Hebreos: “… la sangre de Cristo,
que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará
nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte” (Heb 9,14).
Pero en la cruz se revela igualmente el misterio del hombre,
el valor inmenso que cada hombre y todos los hombres tenemos ante Dios, pues
“Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree
en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). En esta obediencia
amorosa a la voluntad del Padre, ha abierto para los hombres el único camino de
salida a todos sus problemas y laberintos existenciales.
Si el mal, el sufrimiento y la muerte encuentran su origen
en la rebeldía y en la desobediencia del hombre cuyo corazón se cierra al amor
de Dios y al acatamiento de su voluntad, el remedio a todos sus males debía ir
a esa raíz profunda. Para remediar el mal primero y para instruirnos con la
fuerza de arrastre de su ejemplo, resolvió sumergirse en las profundidades
enfermas del corazón del hombre. Como lo anunciaba el profeta Isaías (cf. Is
52,13-53,12):
52, 13 Sí, mi Servidor triunfará: será
exaltado y elevado a una altura muy grande.
14 Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque
estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no
era más la de un ser humano,15 así también él asombrará a
muchas naciones, y ante él los reyes cerrarán la boca, porque verán lo que
nunca se les había contado y comprenderán algo que nunca habían oído.
53 1 ¿Quién creyó lo que nosotros hemos
oído y a quién se le reveló el brazo del Señor?2 El creció como
un retoño en su presencia, como una raíz que brota de una tierra árida, sin
forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera
agradarnos.3 Despreciado, desechado por los hombres, abrumado
de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el
rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada.4Pero él soportaba
nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo
considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado.5 El fue
traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El
castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados.6 Todos
andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor
hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros.7 Al ser
maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado
al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca.8 Fue
detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue
arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi
pueblo.9 Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba
con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca.10 El
Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento. Si ofrece su vida en sacrificio de
reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor
se cumplirá por medio de él.11 A causa de tantas fatigas, él
verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a
muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos.12 Por eso le
daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los
poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los culpables,
siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los
culpables.
Nuestra redención se realiza por el misterio de esta
solidaridad que, por libre iniciativa de amor misericordioso, ha querido
establecer el Hijo de Dios con la condición doliente del género humano: “Nadie
me quita la vida, -decía Jesús- sino que la doy por mí mismo” (Jn 10,18). Y San
Pablo afirmaba: “cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado,
murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por
un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la
prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando éramos
pecadores” (Rom 5,6-8).
Dios quiso salvarnos desde la debilidad de una naturaleza
humana como la nuestra, de allí que el Señor quiera compararse con uno de los
elementos más simples y cotidianos: el grano de trigo. Fue entonces cuando
descendió al extremo último de nuestra condición y de nuestro desamparo.
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos mereció con su
sacrificio la verdadera libertad de los hijos de Dios, nos hizo la gran merced
de rescatarnos de la esclavitud del pecado, de un destino infernal. Él puso
término, al precio de su sangre, al vejamen a que estaba sometida nuestra
dignidad, a la extrema penuria que afligía a nuestra condición; nos ha comprado
para Dios (cf. Apoc. 5, 9). Podemos también decirlo de otro modo, tomando
palabras de Von Balthasar: “la muerte fue devorada por la vida”.
Esa acción redentora de Cristo a la cual hemos hecho
referencia se identifica con el ejercicio de su sacerdocio. Él fue ungido y
enviado para proclamar la liberación de los cautivos, de los que estaban
sometidos al poder del demonio, para inaugurar el jubileo de la gracia con la
cual quiso Dios, rico en misericordia, agraciar al género humano y levantarlo
de su postración (cf. Isaías 61, 1 ss.). Cumplió cabalmente esta misión al
ofrecerse en sacrificio de obediencia filial; así llegó a ser causa de
salvación eterna para quienes se unen a él por las fe (cf. Hebr. 5, 1-11). Fue
grano de trigo que no quedó infecundo.
También el Sacerdote en su camino de identificación con
Cristo debe interpretar su vida bajo el axioma de la cruz convertida en grano
de trigo.
San Pablo escribía a los corintios: los hombres deben
considerarnos simplemente como servidores de Cristo y administradores de los
misterios de Dios (1 Cor. 4, 1). El sacerdote católico es, por cierto,
redemptionis minister; le corresponde participar ministerialmente de la obra
redentora del Señor, que se cumple sin cesar, con plena actualidad, a través de
su acción sacerdotal. Es elegido, consagrado y enviado para incorporarse al
gran proceso del rescate de la humanidad que se verifica en la historia hasta
el retorno de Cristo: enorme tarea que se realiza en los misteriosos encuentros
de la gracia con el corazón de los hombres que el sacerdote debe preparar,
favorecer, ejecutar.
El primer espacio de fecundidad se da en la función de
enseñar, el sacerdote ofrece y pone al alcance de todos las verdades eternas;
no sólo las anuncia y explica sino que también las aplica en concreto a la
vida: demuestra que ellas describen un camino, lo señalan e iluminan. A él le
compete transmitir una sabiduría: la del Evangelio, una ciencia: la de los
santos; el contenido del magisterio sacerdotal es la revelación de Dios, que
pueden comprender fácilmente los sencillos, pero suele quedar oculta a los
sabios, a los presuntos sabios que se enriedan en los torpes engaños del mundo.
En nuestro presente, la palabra de la predicación debe sonar con claridad,
pronunciando sin miedo ni falsos respetos humanos la verdad de la fe que
esclarece el destino del hombre.
El segundo espacio de fecundidad se identifica con el
pastor, el sacerdote ha de prestarse a escuchar, comprender y acompañar, pero
lo hará sin descuidar un certero discernimiento de las situaciones, para
orientar las conciencias de los fieles según la ley de Dios, ayudándolos a
sortear el engaño demoníaco de nuestra época que es el relativismo. En el
discernimiento pastoral que los fieles solicitan al sacerdote ha de palparse
siempre la luz y el fuego del Espíritu Santo, para entusiasmarlos con la
vocación de santidad que han recibido en el bautismo.
El tercer espacio de fecundidad sobrenatural tiene al
sacerdote como ministro del culto divino, del sacrificio eucarístico, de la
alabanza y la súplica, como hombre del domingo, el sacerdote celebra el rescate
del hombre de la rutina cotidiana, de la igualdad tediosa de los días, de la
caída humana hacia la muerte, por medio y con la eficacia del misterio pascual
de Jesucristo, fuente de la Vida verdadera. En la gracia de santificación que
brota de los sacramentos se prefiguran los nuevos cielos y la nueva tierra,
asoma y despunta el orden de la resurrección en el que triunfa definitivamente
el amor de Dios.
A modo de conclusión quiero leer la Oración que el Papa
compuso para el Vía crucis del 2005, que resume la perspectiva de esta
meditación:
Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte
del gano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto (Jn 12,
24). Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se pierde,
y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna»
(Jn 12, 25). Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos
abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no
ofrecerla.
Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola
salvamos nuestra vida. Mediante este ir contigo en el Vía crucis quieres
guiarnos hacia el proceso del grano de trigo, hacia el camino que conduce a la
eternidad. La cruz –la entrega de nosotros mismos– nos pesa mucho.
Pero en tu Vía crucis tú has cargado también con mi cruz, y
no lo has hecho en un momento ya pasado, porque tu amor es por mi vida de hoy.
La llevas hoy conmigo y por mí y, de una manera admirable, quieres que ahora
yo, como entonces Simón de Cirene, lleve contigo tu cruz y que, acompañándote,
me ponga contigo al servicio de la redención del mundo.
Ayúdame para que mi Vía crucis sea algo más que un
momentáneo sentimiento de devoción. Ayúdanos a acompañarte no sólo con nobles
pensamientos, sino a recorrer tu camino con el corazón, más aún, con los pasos
concretos de nuestra vida cotidiana. Que nos encaminemos con todo nuestro ser
por la vía de la cruz y sigamos siempre tu huellas.
Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los
demás, del miedo a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con
afán todo lo que nos ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que
prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y
frustrados. Que en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos.
Ayúdanos, al acompañarte en este itinerario del grano de
trigo, a encontrar, en el «perder la vida», la vía del amor, la vía que
verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10).