miércoles, 25 de abril de 2018

El Sacerdote como testimonio de vida evangélica

Autor: Pbro. Oscar Angel Naef

Una pregunta de Jesucristo a sus discípulos se extiende en el curso de la historia a los cristianos de todos los tiempos. Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? (Mt 16, 15). La respuesta que demos hoy determinará el modo de acercarnos a la Persona de Cristo y la manera de entender la existencia de nuestro sacerdocio.
Como clave hermenéutica utilizaremos la introducción que el entonces Cardenal Ratzinger hacía al Vía Crucis que escribió para la celebración papal del 2005.
Decía:
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24).
El Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio. Puesto que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto de amor, su cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la resurrección.
Por eso Él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza creadora de la vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. (… )
El Dios que comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar nuestra cruz, quiere transformar nuestro corazón de piedra y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los demás; quiere darnos un «corazón de carne» que no sea insensible ante la desgracia ajena, sino que sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre. Esto nos hace pensar de nuevo en la imagen de Jesús acerca del grano, que él mismo trasforma en la fórmula básica de la existencia cristiana: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25; cf. Mt 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33: «El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará»). Así se explica también el significado de la frase que, en los Evangelios sinópticos, precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24).(…)
Volvemos así al grano de trigo, a la santísima Eucaristía, en la cual se hace continuamente presente entre nosotros el fruto de la muerte y resurrección de Jesús. En ella Jesús camina con nosotros, en cada momento de nuestra vida de hoy, como aquella vez con los discípulos de Emaús.
¿Quién dicen que soy yo? … El grano de trigo.
La luz de la fe no cambia ni niega el realismo de los hechos. Las cosas y los acontecimientos siguen teniendo su nombre. La traición de Judas fue un gran pecado, el juicio a Jesús y su condena fue la máxima injusticia de la historia, la muerte en la cruz del Hijo de Dios fue el mayor crimen cometido por los hombres. Pero la luz divina que nos es regalada, sin cambiar ni negar el nombre humano de las cosas, obra una verdadera transfiguración de la realidad contemplada. Gracias a la fe descubrimos el reverso de la trama, el otro lado previsto y preparado por Dios, inseparable de éste que contemplan nuestros ojos. Y así, un acontecimiento trágico y humanamente horrendo, se convirtió para nosotros en un Misterio de vida sobreabundante.
Un detalle que vale remarcar en este momento: Cuando Dios se revela hay que prestarle la obediencia de la fe, «que consiste en confiar plenamente en Dios y recibir su Verdad, en cuanto garantizada por Él, que es la Verdad misma». El hombre, para creer, necesita la gracia de Dios y el auxilio interior del Espíritu Santo, «que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la Revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones».
La Revelación de Dios, no es reducible a la experiencia religiosa subjetiva; de igual forma, la Revelación definitiva en Cristo se ha realizado «con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí». Consiguientemente, no se puede admitir que el lenguaje sobre Dios sea algo meramente «simbólico, estructuralmente poético, imaginativo y figurativo, que expresaría y produciría una experiencia determinada de Dios», pero no nos comunicaría quién es Dios. Es necesario mantener que la fe se expresa mediante afirmaciones que emplean un lenguaje verdadero, no meramente aproximativo, por más que sea analógico.
Hecha esta salvedad recordemos las palabras de San Pablo: “El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios (…) Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres” (1Cor 1,18.25).
Les propongo que la cruz interpretada como el grano de trigo ocupe el centro de nuestras miradas en esta reflexión. Como punto de partida tengamos en cuenta la predicación de San Pablo sobre el tema: “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6,14). Ella es el signo de la fecundidad sobrenatural que nos identifica con Cristo y nos reúne como pueblo Cristiano. De alguna manera es el resumen de nuestra fe y la fuente de nuestra esperanza. Nosotros creemos que en la pasión y muerte de Jesucristo está el principio de su victoria y de nuestra victoria, ya que son dos momentos decisivos de su vida e inseparables de su triunfo pascual.
En la cruz se nos revela el misterio de la Trinidad. Se manifiesta, en efecto, la insondable profundidad del amor de Dios y el misterio de la paternidad eterna sobre Jesús. “Así Dios nos manifestó su amor: envió a su Hijo único al mundo, para que tuviéramos vida por medio de él” (1Jn 4,9). Y este Hijo eterno hecho hombre, este “Hijo de su amor” (Col 1,13), correspondió con todo su amor al amor del Padre, volviéndose “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8). No estaba solo en esta entrega de su vida. El Espíritu Santo era la fuerza secreta que lo asistía y sostenía en el mayor acto de amor surgido de un corazón de hombre. Como dice la Carta a los Hebreos: “… la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte” (Heb 9,14).
Pero en la cruz se revela igualmente el misterio del hombre, el valor inmenso que cada hombre y todos los hombres tenemos ante Dios, pues “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). En esta obediencia amorosa a la voluntad del Padre, ha abierto para los hombres el único camino de salida a todos sus problemas y laberintos existenciales.
Si el mal, el sufrimiento y la muerte encuentran su origen en la rebeldía y en la desobediencia del hombre cuyo corazón se cierra al amor de Dios y al acatamiento de su voluntad, el remedio a todos sus males debía ir a esa raíz profunda. Para remediar el mal primero y para instruirnos con la fuerza de arrastre de su ejemplo, resolvió sumergirse en las profundidades enfermas del corazón del hombre. Como lo anunciaba el profeta Isaías (cf. Is 52,13-53,12):
52, 13 Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande.

14 Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano,15 así también él asombrará a muchas naciones, y ante él los reyes cerrarán la boca, porque verán lo que nunca se les había contado y comprenderán algo que nunca habían oído.

53 1 ¿Quién creyó lo que nosotros hemos oído y a quién se le reveló el brazo del Señor?2 El creció como un retoño en su presencia, como una raíz que brota de una tierra árida, sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos.3 Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada.4Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado.5 El fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados.6 Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él las iniquidades de todos nosotros.7 Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca.8 Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo.9 Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca.10 El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento. Si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él.11 A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos.12 Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables.
Nuestra redención se realiza por el misterio de esta solidaridad que, por libre iniciativa de amor misericordioso, ha querido establecer el Hijo de Dios con la condición doliente del género humano: “Nadie me quita la vida, -decía Jesús- sino que la doy por mí mismo” (Jn 10,18). Y San Pablo afirmaba: “cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando éramos pecadores” (Rom 5,6-8).
Dios quiso salvarnos desde la debilidad de una naturaleza humana como la nuestra, de allí que el Señor quiera compararse con uno de los elementos más simples y cotidianos: el grano de trigo. Fue entonces cuando descendió al extremo último de nuestra condición y de nuestro desamparo.
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos mereció con su sacrificio la verdadera libertad de los hijos de Dios, nos hizo la gran merced de rescatarnos de la esclavitud del pecado, de un destino infernal. Él puso término, al precio de su sangre, al vejamen a que estaba sometida nuestra dignidad, a la extrema penuria que afligía a nuestra condición; nos ha comprado para Dios (cf. Apoc. 5, 9). Podemos también decirlo de otro modo, tomando palabras de Von Balthasar: “la muerte fue devorada por la vida”.
Esa acción redentora de Cristo a la cual hemos hecho referencia se identifica con el ejercicio de su sacerdocio. Él fue ungido y enviado para proclamar la liberación de los cautivos, de los que estaban sometidos al poder del demonio, para inaugurar el jubileo de la gracia con la cual quiso Dios, rico en misericordia, agraciar al género humano y levantarlo de su postración (cf. Isaías 61, 1 ss.). Cumplió cabalmente esta misión al ofrecerse en sacrificio de obediencia filial; así llegó a ser causa de salvación eterna para quienes se unen a él por las fe (cf. Hebr. 5, 1-11). Fue grano de trigo que no quedó infecundo.
También el Sacerdote en su camino de identificación con Cristo debe interpretar su vida bajo el axioma de la cruz convertida en grano de trigo.
San Pablo escribía a los corintios: los hombres deben considerarnos simplemente como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios (1 Cor. 4, 1). El sacerdote católico es, por cierto, redemptionis minister; le corresponde participar ministerialmente de la obra redentora del Señor, que se cumple sin cesar, con plena actualidad, a través de su acción sacerdotal. Es elegido, consagrado y enviado para incorporarse al gran proceso del rescate de la humanidad que se verifica en la historia hasta el retorno de Cristo: enorme tarea que se realiza en los misteriosos encuentros de la gracia con el corazón de los hombres que el sacerdote debe preparar, favorecer, ejecutar.
El primer espacio de fecundidad se da en la función de enseñar, el sacerdote ofrece y pone al alcance de todos las verdades eternas; no sólo las anuncia y explica sino que también las aplica en concreto a la vida: demuestra que ellas describen un camino, lo señalan e iluminan. A él le compete transmitir una sabiduría: la del Evangelio, una ciencia: la de los santos; el contenido del magisterio sacerdotal es la revelación de Dios, que pueden comprender fácilmente los sencillos, pero suele quedar oculta a los sabios, a los presuntos sabios que se enriedan en los torpes engaños del mundo. En nuestro presente, la palabra de la predicación debe sonar con claridad, pronunciando sin miedo ni falsos respetos humanos la verdad de la fe que esclarece el destino del hombre.
El segundo espacio de fecundidad se identifica con el pastor, el sacerdote ha de prestarse a escuchar, comprender y acompañar, pero lo hará sin descuidar un certero discernimiento de las situaciones, para orientar las conciencias de los fieles según la ley de Dios, ayudándolos a sortear el engaño demoníaco de nuestra época que es el relativismo. En el discernimiento pastoral que los fieles solicitan al sacerdote ha de palparse siempre la luz y el fuego del Espíritu Santo, para entusiasmarlos con la vocación de santidad que han recibido en el bautismo.
El tercer espacio de fecundidad sobrenatural tiene al sacerdote como ministro del culto divino, del sacrificio eucarístico, de la alabanza y la súplica, como hombre del domingo, el sacerdote celebra el rescate del hombre de la rutina cotidiana, de la igualdad tediosa de los días, de la caída humana hacia la muerte, por medio y con la eficacia del misterio pascual de Jesucristo, fuente de la Vida verdadera. En la gracia de santificación que brota de los sacramentos se prefiguran los nuevos cielos y la nueva tierra, asoma y despunta el orden de la resurrección en el que triunfa definitivamente el amor de Dios.
A modo de conclusión quiero leer la Oración que el Papa compuso para el Vía crucis del 2005, que resume la perspectiva de esta meditación:
Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte del gano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto (Jn 12, 24). Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no ofrecerla.
Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos nuestra vida. Mediante este ir contigo en el Vía crucis quieres guiarnos hacia el proceso del grano de trigo, hacia el camino que conduce a la eternidad. La cruz –la entrega de nosotros mismos– nos pesa mucho.
Pero en tu Vía crucis tú has cargado también con mi cruz, y no lo has hecho en un momento ya pasado, porque tu amor es por mi vida de hoy. La llevas hoy conmigo y por mí y, de una manera admirable, quieres que ahora yo, como entonces Simón de Cirene, lleve contigo tu cruz y que, acompañándote, me ponga contigo al servicio de la redención del mundo.
Ayúdame para que mi Vía crucis sea algo más que un momentáneo sentimiento de devoción. Ayúdanos a acompañarte no sólo con nobles pensamientos, sino a recorrer tu camino con el corazón, más aún, con los pasos concretos de nuestra vida cotidiana. Que nos encaminemos con todo nuestro ser por la vía de la cruz y sigamos siempre tu huellas.
Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, del miedo a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos.
Ayúdanos, al acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a encontrar, en el «perder la vida», la vía del amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10).