La meditación que juntos haremos sobre el tema, intentará
ser un itinerario abierto que de la posibilidad de servir de puntapié inicial
para nuevos abordajes. Seguramente esto resulte así ya que para no dispersarnos
o desviarnos del tema será necesario acotarlo y no convertirlo en algo
interminable y agotador.
Dentro de las múltiples posibilidades de abordaje del tema
se destacan a groso modo tres:
- Una
aproximación Litúrgica que permita explorar los diversos aspectos del
ministerio de la enseñanza en el contexto propio de la celebración
Litúrgica.
- En
segundo lugar puede plantearse una perspectiva canónica que desarrolle las
diversas implicancias del Munus docendi en el derecho de
la Iglesia o en los concordatos o en la historia misma del derecho
canónico.
- La
tercera aproximación importante, que hoy tomaremos para nuestra reflexión,
es la propiamente teológica que nos pone frente al misterio de Cristo y
del Sacerdote de Cristo bajo la figura paradigmática del “Maestro”.
1- Jesús Maestro
Como sabemos, la figura del Maestro en la Sagrada escritura
posee una importancia relevante. Basta recorrer los Libros sagrados rastreando
los textos de referencia a la acción de enseñar o a la utilización del término
maestro para comprobar esa realidad.
A modo de ejemplo citamos algunos versículos aislados del
Nuevo Testamento que nos permiten asomarnos casi por olfato a la riqueza del
tema:
- Mc
5, 35 “Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa
del jefe de la sinagoga y le dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para qué
vas a seguir molestando al Maestro?" (episodio de la hija de Jairo)
- Lc
21, 15 “…porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que
ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir”.
- Jn
7, 37 “El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, poniéndose de
pie, exclamó:"El que tenga sed, venga a mí; y beba…”
- Jn
13, 13 “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy”.
A pesar de esta primera impresión que nos causan los textos
mostrando ya un mismo sujeto de atribución que es Cristo, el mismo término
“maestro” puede sin embargo presentar ambigüedades.
Vayamos a Mateo para entrar en el tema:
Mt 23, 8,10
“8 En cuanto a ustedes, no se hagan llamar
"maestro", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son
hermanos.
...
10 No se dejen llamar tampoco "doctores", porque sólo tienen un
Doctor, que es el Mesías”.
Si nos ajustamos al texto original veremos algunos matices:
“8 En cuanto a ustedes, no se hagan llamar "rabbí",
porque no tienen más que un “didaskalos” y todos ustedes son
hermanos.
...
10 No se dejen llamar tampoco "kazeguestai", porque sólo
tienen un “kazeguestes”, que es el Mesías.
El vocablo “rabbí” es su acepción literal tiene un matiz de
título de prestigio y poder que podría traducirse como “el que es más
grande” en la interpretación de la Ley, una cierta superioridad excluyente.
Mientras que didaskalos es quien enseña con autoridad y kazeguestai es quien
guía en el vivir según la Ley.
Jesús separa estas acepciones en títulos y ubica en el
primero a los poderosos y detestables escribas que se sirven de la Ley. Pero se
reserva para sí los de didaskalos, ya que el es la Revelación, y el de
kazequestai porque es El el único guía que nos conduce hacia el Padre.
El Evangelio de Juan recoge estas distinciones que hemos
señalado pero las toma en un sentido propositivo aplicadas a Cristo:
Dice,
(13, 13) “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón,
porque lo soy”.
Y en los versículo 14 y 15 que siguen nos dan la clave que
articula los dos términos, y la apertura del tema incluyendo a los Discípulos
en el ejercicio de la condición de maestros.
“14 Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los
pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.
15 Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo
hice con ustedes”.
De esta manera especifica el auténtico ministerio de la
enseñanza que puede definirse como el magisterio del servicio y de la entrega.
Veamos algunos ejemplos:
Mc 4, 35-39
“35 Al atardecer de ese mismo día, les dijo: "Crucemos
a la otra orilla". 36 Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la
barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
37 Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que
se iba llenando de agua.
38 Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
39 Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos
ahoguemos?". Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar:
"¡Silencio! ¡Cállate!". El viento se aplacó y sobrevino una gran
calma”.
Vemos que el Maestro debe preocuparse por la vida del
discípulo, debe encargarse de sostenerlo en el camino de la salvación. Aquí el
término maestro subraya el aspecto de Señorío.
Lc 17, 11-14
“11 Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través
de Samaría y Galilea.
12 Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se
detuvieron a distancia
13 y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de
nosotros!".
14 Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes".
Y en el camino quedaron purificados.”
Una vez más aparece Jesús como el Maestro pero ahora
marcando la cercanía con el discípulo y no la distancia. Estará presente el
padecer con y el asumir sobre sí las dificultades, los pecados, las angustias y
fatigas del interlocutor, “otro” que no es extraño.
Lc 11, 1
1 Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando
terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como
Juan enseñó a sus discípulos"
Aquí la enseñanza cobra un matiz exclusivamente de servicio
espiritual.
Como hemos visto anteriormente en Jn 13, 15 luego del
lavatorio de los pies el Maestro dice a sus discípulos: “Les he dado el
ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”, estableciendo de
este modo, maestros comprometidos en el servicio para la comunión en la verdad,
para que la verdad devenga en vida.
2. El hombre maestro
El hombre instruido por Dios se vuelve a su vez maestro, es
enviado como maestro. Algunas breves consideraciones al respecto.
El padre maestro de su hijo
El magisterio fundamental es el que pasa a través de la
comunicación interpersonal, la catequesis familiar, una relación de amor.
Tenemos ejemplos muy iluminadores al respecto. En Proverbios, el padre
continuamente dice: «Hijo mío...», y al hijo le da su sabiduría. En este caso
el maestro, que es padre, no puede sino desear que el discípulo crezca; cosa
que en cambio el maestro-amo no quiere, porque es celoso de su supremacía
intelectual. El padre piensa: "A él le toca crecer, a mí menguar",
como el Bautista (cfr Jn 3,30). Y el capítulo 31 (de Proverbios), con ese
extraño final del elogio de la mujer sensata, es probablemente también la
conclusión de un itinerario didáctico Tras haber desarrollado su lección, el
maestro-padre saluda al hijo que ha encontrado esposa. Ésta es una mujer ideal,
perfecta, pero es también la Sabiduría: el joven se ha convertido a su vez en
maestro, en sabio. Tal habría de ser nuestra finalidad: desaparecer, enseñando
a los otros. Debemos hacer que el otro sea capaz de crecer en la fe y en el
conocimiento, y luego retirarnos.
El Salmo 78 en sus primeros diez versos nos ofrece una
sugestiva representación de la catequesis. ¿Qué es la verdadera catequesis
eclesial? Es un continuo comunicar, de padre a hijo, de generación en
generación, las grandes obras de Dios, la gran línea dinámica de salvación en
la que estamos inmersos.
Los sacerdotes Maestros
Entre los maestros están también los sacerdotes, los sabios,
los profetas. Podríamos ofrecer muchos datos sobre este tipo de enseñanza.
Baste citar como ejemplo 1Sam 3. El sacerdote Elí, maestro de Samuel, es el
director espiritual por excelencia: no se sustituye al discípulo, sino que le
enseña cómo descubrir su vocación, de quién es la voz que le llama de noche.
Otro modelo, muy interesante para el aspecto de la inculturación,
sería el maestro que hacia el año 30 a.C. escribió el libro de la Sabiduría. Él
se presenta como Salomón, el supremo sabio, y su libro es un intento de
reescribir la gran lección de Israel con las categorías filosóficas del mundo
griego, en otro horizonte cultural. Pablo es el más alto ejemplo de esta
operación de mediación cultural, de inculturación, de retranscribir el mensaje
semítico de Cristo en nuevas coordinadas, en modalidades nuevas.
En Nehemías 8, el personaje dominante es Esdras, el sacerdote,
que presenta su lección sobre la Palabra de Dios. Es un maestro significativo
porque nos revela cómo podemos llegar a ser maestros de la Palabra de Dios.
La Iglesia
Maestra
La Iglesia es
docente porque Cristo le ha dado este encargo obligatorio. El texto capital
está en Mt 28,19-20, particularmente el verso 20. Nos encontramos ante el gran
saludo, el testamento dejado por Cristo resucitado a su Iglesia: «Vayan y hagan
discípulos»: de todos los pueblos, de todas las naciones. "Hagan
discípulos", no sólo "enseñen", sino "hagan
discípulos". ¿Cómo? «Didáskontes», o sea, «enseñando», llegando a ser
maestros. La Iglesia tiene una función magisterial. Todos los discípulos tienen
una función magisterial.
¿Y cuál es el
objeto de la enseñanza? «Enséñenles a guardar todo lo que les mandé». No debo,
pues, enseñar sólo un aspecto del mensaje de Cristo, un aspecto dulce o severo;
debo enseñar todo el evangelio, que es fermento, sal y semilla.
Con respecto a
este tema central que es la enseñanza de la Iglesia el Papa llama la atención
sobre dos temas:
El primero es
referido a Cristo y la Sagrada escritura
Del libro “Jesús
de Nazaret” de Benedicto XVI
La grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe»
se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Pero,
¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si
resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los
evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la investigación histórico-crítica llevaron a
distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición.
Detrás de éstos la figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más
nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de
este Jesús, que había que buscar a partir de las tradiciones de los
evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el
revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos
y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que,
incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras
otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más
una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al
descubierto un icono que se había desdibujado.
Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante
estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado
todavía más de nosotros.
Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado
la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre
Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado
posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la
conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la
fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con
Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío.
El segundo se refiere a la enseñanza sobre el Concilio
Vaticano II
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI - A LOS CARDENALES,
ARZOBISPOS, OBISPOS Y PRELADOS SUPERIORES DE LA CURIA ROMANA -
Jueves 22 de diciembre de 2005
El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera
reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio
Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido
el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción
del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?,
¿qué queda aún por hacer? …
Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en
grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan
difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o,
como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura
y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han
confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre
ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más
visible, ha dado y da frutos.
Por una parte existe una interpretación que podría llamar
"hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha
contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de
la teología moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la
reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único
sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y
se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de
Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de
acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma
que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del
espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para
lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas
antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero
espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los
textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y
partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante.
Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero
espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más
allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la
intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra:
sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la
pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja
espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la
naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una
especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea
una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le
confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es
decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.
Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado;
por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la
Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar
la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la
vida en el tiempo y el tiempo mismo.
Audiencia General (San Buenaventura y el sentido de la
Historia) - miércoles 10 de marzo de 2010
Sabemos de hecho que tras el Concilio Vaticano II algunos
estaban convencidos de que todo fuese nuevo, que hubiese otra Iglesia, que la
Iglesia preconciliar hubiese acabado y que tendríamos otra, totalmente “otra”.
¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la barca de
Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la
novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y
la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre
lugar de Gracia.