miércoles, 25 de abril de 2018

El ministerio de la enseñanza y la identificación con Jesús, el Maestro

Autor: Pbro. Oscar Angel Naef
La meditación que juntos haremos sobre el tema, intentará ser un itinerario abierto que de la posibilidad de servir de puntapié inicial para nuevos abordajes. Seguramente esto resulte así ya que para no dispersarnos o desviarnos del tema será necesario acotarlo y no convertirlo en algo interminable y agotador.
Dentro de las múltiples posibilidades de abordaje del tema se destacan a groso modo tres:
  1. Una aproximación Litúrgica que permita explorar los diversos aspectos del ministerio de la enseñanza en el contexto propio de la celebración Litúrgica.
  2. En segundo lugar puede plantearse una perspectiva canónica que desarrolle las diversas implicancias del Munus docendi en el derecho de la Iglesia o en los concordatos o en la historia misma del derecho canónico.
  3. La tercera aproximación importante, que hoy tomaremos para nuestra reflexión, es la propiamente teológica que nos pone frente al misterio de Cristo y del Sacerdote de Cristo bajo la figura paradigmática del “Maestro”.
1- Jesús Maestro
Como sabemos, la figura del Maestro en la Sagrada escritura posee una importancia relevante. Basta recorrer los Libros sagrados rastreando los textos de referencia a la acción de enseñar o a la utilización del término maestro para comprobar esa realidad.
A modo de ejemplo citamos algunos versículos aislados del Nuevo Testamento que nos permiten asomarnos casi por olfato a la riqueza del tema:
  • Mc 5, 35 “Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?" (episodio de la hija de Jairo)
  • Lc 21, 15 “…porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir”.
  • Jn 7, 37 “El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, poniéndose de pie, exclamó:"El que tenga sed, venga a mí; y beba…”
  • Jn 13, 13 “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy”.
A pesar de esta primera impresión que nos causan los textos mostrando ya un mismo sujeto de atribución que es Cristo, el mismo término “maestro” puede sin embargo presentar ambigüedades.
Vayamos a Mateo para entrar en el tema:
Mt 23, 8,10
“8 En cuanto a ustedes, no se hagan llamar "maestro", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. 
...
10 No se dejen llamar tampoco "doctores", porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías”.

Si nos ajustamos al texto original veremos algunos matices:
“8 En cuanto a ustedes, no se hagan llamar "rabbí", porque no tienen más que un “didaskalos” y todos ustedes son hermanos. 
... 
10 No se dejen llamar tampoco "kazeguestai", porque sólo tienen un “kazeguestes”, que es el Mesías.

El vocablo “rabbí” es su acepción literal tiene un matiz de título de prestigio y poder que podría traducirse como “el que es más grande” en la interpretación de la Ley, una cierta superioridad excluyente. Mientras que didaskalos es quien enseña con autoridad y kazeguestai es quien guía en el vivir según la Ley.
Jesús separa estas acepciones en títulos y ubica en el primero a los poderosos y detestables escribas que se sirven de la Ley. Pero se reserva para sí los de didaskalos, ya que el es la Revelación, y el de kazequestai porque es El el único guía que nos conduce hacia el Padre.
El Evangelio de Juan recoge estas distinciones que hemos señalado pero las toma en un sentido propositivo aplicadas a Cristo:
Dice,
(13, 13) “Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy”.
Y en los versículo 14 y 15 que siguen nos dan la clave que articula los dos términos, y la apertura del tema incluyendo a los Discípulos en el ejercicio de la condición de maestros.
“14 Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.
15 Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
De esta manera especifica el auténtico ministerio de la enseñanza que puede definirse como el magisterio del servicio y de la entrega.
Veamos algunos ejemplos:
Mc 4, 35-39
“35 Al atardecer de ese mismo día, les dijo: "Crucemos a la otra orilla". 36 Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. 
37 Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. 
38 Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 
39 Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?". Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio! ¡Cállate!". El viento se aplacó y sobrevino una gran calma”.

Vemos que el Maestro debe preocuparse por la vida del discípulo, debe encargarse de sostenerlo en el camino de la salvación. Aquí el término maestro subraya el aspecto de Señorío.
Lc 17, 11-14
“11 Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. 
12 Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia 
13 y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!". 
14 Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados.”

Una vez más aparece Jesús como el Maestro pero ahora marcando la cercanía con el discípulo y no la distancia. Estará presente el padecer con y el asumir sobre sí las dificultades, los pecados, las angustias y fatigas del interlocutor, “otro” que no es extraño.
Lc 11, 1
1 Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos"
Aquí la enseñanza cobra un matiz exclusivamente de servicio espiritual.
Como hemos visto anteriormente en Jn 13, 15 luego del lavatorio de los pies el Maestro dice a sus discípulos: “Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”, estableciendo de este modo, maestros comprometidos en el servicio para la comunión en la verdad, para que la verdad devenga en vida.
2. El hombre maestro
El hombre instruido por Dios se vuelve a su vez maestro, es enviado como maestro. Algunas breves consideraciones al respecto.
El padre maestro de su hijo
El magisterio fundamental es el que pasa a través de la comunicación interpersonal, la catequesis familiar, una relación de amor. Tenemos ejemplos muy iluminadores al respecto. En Proverbios, el padre continuamente dice: «Hijo mío...», y al hijo le da su sabiduría. En este caso el maestro, que es padre, no puede sino desear que el discípulo crezca; cosa que en cambio el maestro-amo no quiere, porque es celoso de su supremacía intelectual. El padre piensa: "A él le toca crecer, a mí menguar", como el Bautista (cfr Jn 3,30). Y el capítulo 31 (de Proverbios), con ese extraño final del elogio de la mujer sensata, es probablemente también la conclusión de un itinerario didáctico Tras haber desarrollado su lección, el maestro-padre saluda al hijo que ha encontrado esposa. Ésta es una mujer ideal, perfecta, pero es también la Sabiduría: el joven se ha convertido a su vez en maestro, en sabio. Tal habría de ser nuestra finalidad: desaparecer, enseñando a los otros. Debemos hacer que el otro sea capaz de crecer en la fe y en el conocimiento, y luego retirarnos.
El Salmo 78 en sus primeros diez versos nos ofrece una sugestiva representación de la catequesis. ¿Qué es la verdadera catequesis eclesial? Es un continuo comunicar, de padre a hijo, de generación en generación, las grandes obras de Dios, la gran línea dinámica de salvación en la que estamos inmersos.
Los sacerdotes Maestros
Entre los maestros están también los sacerdotes, los sabios, los profetas. Podríamos ofrecer muchos datos sobre este tipo de enseñanza. Baste citar como ejemplo 1Sam 3. El sacerdote Elí, maestro de Samuel, es el director espiritual por excelencia: no se sustituye al discípulo, sino que le enseña cómo descubrir su vocación, de quién es la voz que le llama de noche.
Otro modelo, muy interesante para el aspecto de la inculturación, sería el maestro que hacia el año 30 a.C. escribió el libro de la Sabiduría. Él se presenta como Salomón, el supremo sabio, y su libro es un intento de reescribir la gran lección de Israel con las categorías filosóficas del mundo griego, en otro horizonte cultural. Pablo es el más alto ejemplo de esta operación de mediación cultural, de inculturación, de retranscribir el mensaje semítico de Cristo en nuevas coordinadas, en modalidades nuevas.
En Nehemías 8, el personaje dominante es Esdras, el sacerdote, que presenta su lección sobre la Palabra de Dios. Es un maestro significativo porque nos revela cómo podemos llegar a ser maestros de la Palabra de Dios.
La Iglesia Maestra
La Iglesia es docente porque Cristo le ha dado este encargo obligatorio. El texto capital está en Mt 28,19-20, particularmente el verso 20. Nos encontramos ante el gran saludo, el testamento dejado por Cristo resucitado a su Iglesia: «Vayan y hagan discípulos»: de todos los pueblos, de todas las naciones. "Hagan discípulos", no sólo "enseñen", sino "hagan discípulos". ¿Cómo? «Didáskontes», o sea, «enseñando», llegando a ser maestros. La Iglesia tiene una función magisterial. Todos los discípulos tienen una función magisterial.
¿Y cuál es el objeto de la enseñanza? «Enséñenles a guardar todo lo que les mandé». No debo, pues, enseñar sólo un aspecto del mensaje de Cristo, un aspecto dulce o severo; debo enseñar todo el evangelio, que es fermento, sal y semilla.
Con respecto a este tema central que es la enseñanza de la Iglesia el Papa llama la atención sobre dos temas:
El primero es referido a Cristo y la Sagrada escritura
Del libro “Jesús de Nazaret” de Benedicto XVI
La grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Pero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia?
Los avances de la investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de éstos la figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús, que había que buscar a partir de las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado.
Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros.
Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío.
El segundo se refiere a la enseñanza sobre el Concilio Vaticano II
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI - A LOS CARDENALES, ARZOBISPOS, OBISPOS Y PRELADOS SUPERIORES DE LA CURIA ROMANA -
Jueves 22 de diciembre de 2005
El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer? …
Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.
Por una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir.
Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo mismo.
Audiencia General (San Buenaventura y el sentido de la Historia) - miércoles 10 de marzo de 2010
Sabemos de hecho que tras el Concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo fuese nuevo, que hubiese otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar hubiese acabado y que tendríamos otra, totalmente “otra”. ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la barca de Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia.