lunes, 2 de noviembre de 2020

Homilía en la Conmemoración de los Fieles difuntos 2020

Un relato de la Escritura que ilumina todo nuestro camino, desde que nuestros padres nos engendran hasta que morimos, es el sepulcro del Señor que ha sido hallado vacío. Es una imagen que habla por sí sola y que exige de cada uno de nosotros un ejercicio cotidiano de fe: Él no está allí porque triunfó sobre la muerte, ha resucitado y con El nosotros.
Sin embargo, convivimos con una gran mayoría que al acercarse a la tumba vacía del Señor se encuentran con la nada, no hay fe, sólo vacío y tragedia. La muerte es vista como un imprevisto que deja inconcluso nuestros proyectos y esperanzas. Lo hemos visto repetidamente en estos meses donde el “contador de muertes en tiempo real”, diabólicamente instrumentado por los dueños del poder durante la crisis sanitaria del Covid-19, ha tenido más éxito para interpretar la escena del sepulcro vacío que los dos mil años de anuncio de la fe en occidente.

Parecemos no comprender que la enfermedad, el dolor y la muerte son parte del camino de la vida. Que el mismo Señor Jesús lo ha vivido enseñándonos con su vida como asumir aquello que en el comienzo del tiempo de la creación no fue así. Todo esto ha tenido su origen en la realidad del pecado. El triunfo de Jesús debe verse como restauración y mucho más, misterio de muerte y resurrección a una vida nueva. Vida que queda para nosotros en el Bautismo: sepultados con El viviremos con El.

En este día de la conmemoración de los difuntos los invito a volver a poner frente a nuestros ojos la tumba vacía del Señor y ejercitar la fe en la resurrección. Ese misterio de muerte y vida que debe agitar nuestros corazones para buscar en cada momento la presencia del Señor e ir hacia El que es la fuente que sacia esa sed. 

Vivir en la presencia del Señor, buscar su rostro, ese es nuestro camino de vida eterna. Madre Eufrasia lo dijo con una hermosa frase en el día en que se instala el Santísimo en la casa de Milán que ella fundara: “Era demasiado grande la gracia que nos hacía, venir El mismo con tanta solemnidad a tomar posesión de esta su casa y una vez más de nuestros corazones” (1912).

Cómo no recoger esta enseñanza espiritual de Eufrasia en nuestro interior, este anhelo de la presencia de vida eterna, ya que sabemos que El, el Señor, es capaz de tomar una y otra vez nuestros corazones frágiles e indignos, y vencer por nosotros dándonos un destino eterno.

En esta celebración esos corazones unidos a Jesús en el altar del Santo Sacrificio pondremos una vez más a prueba nuestra fe en la resurrección, nuestra esperanza en la vida eterna que está entre nosotros para no acabar nunca con la muerte, y nuestra caridad encendida en favor de quienes ya han terminado el tránsito por esta vida y esperan ocupar el lugar que Jesús les ha preparado en la casa del Padre.

Como María Inmaculada al pie de la Cruz recibamos la fuerza que viene de lo alto para que una y otra vez Quien es la vida eterna venga a tomar posesión de nuestra casa y de nuestros corazones.